miércoles, 22 de octubre de 2014

Día 1

Si hay algo peor que verte obligado a utilizar Surbús, es verte obligado a utilizar Surbús en esos días en los que por la mañana hace un frío de cojones (de cojones porque el frío te mete los cojones para dentro) y después te vas a morir de calor. Es uno de esos fenómenos que sólo ocurren en los desiertos (y, por tanto, en Almería) y que produce la termoclastia en el corazón de todo aquel que aquí se vea obligado a coger un autobús a las siete y media de la mañana y otro a las dos de la tarde.
El día de hoy, como siempre, ha sido duro. Es por eso que decido escribir estas líneas, hacer un registro de lo que todo el mundo sabe y nadie dice. Y, si algún día muero en alguno de mis intentos por ir a la universidad, al menos estas palabras permanecerán aquí, ya que el código binario no se biodegrada. 

El día empezó con unas bajas temperaturas. Yo era consciente de que después me asaría de calor así que decidí prescindir de la chaqueta, porque a la vuelta tendría que llevarla en brazos y, cuando de surbús se trata, llevar algo en brazos a la vuelta de la universidad supone el riesgo de perderlo y no recuperarlo jamás. Sin embargo, por alguna extraña razón, se abrieron las ventanas del autobús cuando iba por el paseo marítimo (y podía acelerar porque jamás se baja nadie en las tres o cuatro paradas que hay antes de la universidad) y comenzó a entrar un frío que a todo aquel que tenía algo de saliva en las comisuras de los labios, se les cristalizó y les hizo la sonrisa del payaso. 
Además, debido a la aceleración y al frío repentino, un señor mayor que iba a Costacabana sufrió un infarto. Al principio nos asustamos porque no sabíamos qué hacer, pero después el conductor frenó el autobús (en seco, con la consecuente caída del 80% de las personas que íbamos de pie) y llamó a una ambulancia. Tardó muy poco en llegar, pero primero se paró al lado de la ventanilla y le hizo un gesto al conductor, para saber si era ese autobús. Sin embargo, el conductor del autobús interpretó el gesto como que le estaba retando a una carrera y aceleró de golpe. La ambulancia se picó también y volvió a poner la sirena para que los coches le dejasen espacio. 
Con la tontería, hoy ha sido el día que más temprano he llegado a la universidad, pero he llegado oliendo a vómito y a sangre. 
No sé qué habrá sido del tipo que sufrió el infarto; la verdad es que en cuanto llegamos a la universidad todos nos habíamos olvidado y salimos del autobús. Posiblemente si no lo mató el infarto, lo mataron los pisotones. Y puede que los cristales, porque como íbamos tantos y salimos tan de golpe del autobús, se creó en su interior un vacío que hizo que todos los cristales reventasen hacia dentro y que la chapa del autobús se arrugase al comprimirse. Que yo sepa, nadie murió, pero es posible que este último incidente se haya cobrado la vida del conductor y del hombre del infarto. 

¿Qué decir de la vuelta en autobús desde la universidad hasta el hogar? ¿Qué decir de esa parada que está siempre tan abarrotada que ni tan siquiera Dora puede explorarla? ¿Habéis visto los juegos del hambre? Cuando los sueltan a todos al principio y tienen que correr y si hace falta se matan entre ellos para poder conseguir unos víveres y útiles limitados, antes de que los consigan los otros. Pues coger el autobús a las dos de la tarde en la universidad, igual. Y no sólo porque a las dos de la tarde todo el mundo tenga hambre, que eso también influye. He oído historias terroríficas de casos de canibalismo que se dieron mientras varios alumnos esperaban las líneas de refuerzo. 

Cuando la gente está esperando a que llegue algún autobús, se forman pequeñas mafias. La gente, sonriendo para que los miembros de los exogrupos no sepan qué están tramando, se reúne en grupos y empiezan a tramar estrategias. 

Realmente, la parada de autobús de la universidad, a la hora de comer y con el calor, es capaz de sacar lo peor de cada persona. Una vez supe del caso de una chica que, según decían, siempre había sido un peazo pan y era amable con todo el mundo. Pero un día se le ocurrió desarrollar una estrategia con varios chavales más para conseguir pillar asiento en el autobús, formando así una de esas pequeñas mafias a corto plazo que suelen crearse. Sin embargo, uno de los compañeros se quedó rezagado y no pudo cumplir su función en la estrategia (que consistía en hacer de ariete), por lo que esta chica, que todo el mundo coincidía en lo buena persona que era, no pudo encontrar plaza en el autobús. A consecuencia de esto, la chica se compró una katana y al día siguiente le cortó el dedo índice y el anular al compañero que había fallado a la estrategia. Después, se tatuó un par de kanjis en la espalda y creo que nadie ha vuelto a saber de ella desde entonces. 

Hoy, si os digo la verdad, el momento de la vuelta no ha sido de los peores. Sólo ha habido siete muertos y tres desaparecidos, y yo solamente he perdido un par de dientes por un codazo que me dio un tío abriéndose paso, pero uno de ellos ya era un implante de otro diente que había perdido cuando estaba en primer curso, así que no me importa demasiado. 

De el viaje de vuelta tampoco hay mucho que contar. Prácticamente fuimos totalmente inmovilizados hasta que el autobús llegó a la avenida mediterráneo. Hasta la avenida lo único interesante fue cuando una señora se puso a conversar con el conductor (desde la mitad del autobús):

-¡Oye! ¡Para! ¡Que te has pasado mi parada!
-¡Señora, que hay que darle al botón, señora!
-¡¡Pero usted tiene que parar igualmente!! 
-¡Yo no tengo obligación de parar si nadie pulsa el botón ni hay nadie en la parada, señora!

La conversación comenzó cuando "se saltó" la parada de la cabaña, que por no haber nadie no hay ni gente haciendo footing por el carril bici, y como la señora siguió discutiendo acaloradamente, el conductor se saltó cuatro paradas más. A la quinta la señora recordó que la discusión era porque quería bajarse del autobús y por fin lo consiguió, pero debido a la densidad de población que había en el autobús (17 personas/m^2) lo tuvo bastante jodido para salir. El conductor pensó que en veinticinco minutos habría tenido tiempo de sobra de llegar a la salida pero la señora aún tenía una pierna en el interior del autobús cuando se cerraron las puertas y aceleró. Fue arrastrada hasta la siguiente parada, donde al abrirse la puerta fue pisoteada por veinte personas (qué descanso en aquel momento, por fin se comenzó a vaciar el autobús) y posteriormente arrollada por las ruedas traseras del autobús. 

El momento más interesante de la vuelta fue cuando, preso del hambre y sofocado por el gentío y el calor (aunque el autobús estaba ya más desagobiado de gente), un hombre de unos 25 años sacó una pistola y apuntó al conductor a la cabeza. Apretó el cañón contra su sien y le dijo que se saltase todas las paradas y los semáforos desde ahí hasta la bola azul, ya que su padre le acababa de enviar un Whatsapp diciéndole que acababan de poner su plato de macarrones en la mesa y que se estaba enfriando. 

Y eso es todo. Como no iba a parar en mi parada (yo me bajo antes de llegar a la bola azul, aunque luego me tiro media hora andando cuesta arriba) cogí el martillo ese rojo, rompí una de las ventanas y salté por ella en el momento en el que el conductor frenó un poco para no arrollar a una pandilla de niños que venían de un colegio (gesto que le valió al conductor un disparo en la rodilla). Observé el autobús conforme se alejaba. Al parecer el tipo de la pistola le estaba metiendo prisa al conductor y, cuando tomó la rotonda de la magnesita, derrapó, hizo un trompo y luego volcó, rodando varias veces y finalmente impactando contra un coche muy colorido que hacía publicidad al chiquipark y convirtiéndose en una gran bola de fuego y metal. 

Eso es todo lo que he vivido hoy. Si mañana sigo vivo, puede que siga dejando aquí mis memorias. Si no lo hago, es posible que sea porque no he tenido tiempo de escribir, pero no descartéis otras posibilidades mucho más apoteósicas.

Ya sabéis...

Con Surbús, nunca se sabe.

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